viernes, 16 de enero de 2009
La semilla de vida
En el principio de todos los tiempos la chispa creo la llama, la llama creó la estrella y la estrella se expandió formando la galaxia. Era una, indivisible, que al explosionar perdió una diminuta parte de si misma que quedó olvidada en los confines del universo, mucho más lejos de lo que el hombre puede concebir. Apareció la dualidad.
La chispa divina dividida, se sentía vacía y sola y mandó los mensajeros a buscar su otro YO por todo el universo. Los cometas pasaban de planeta en planeta anunciando la pérdida, y corrió la voz a través de sus largas colas iluminando el espacio.
El curso de la vida seguía, con sus órbitas, estaciones, esteroides y otras estrellas, pero la chispa se iba apagando poco a poco, necesitaba saber de su mitad y lentamente perdía la esperanza.
La noche de la lluvia de estrellas del 27 de enero de 1782, el cometa Halley regresó al origen con una gran noticia; había oído en el planeta Venus, que cerca de Épsilon se encontró una partícula diminuta de chispa de vida y la guardaba el inventor, el sabio de barba blanca que custodiaba la estrella Sol. Residía en Venus y decidió que esa chispita tenía que ser devuelta al origen, porque la leyenda así lo mencionaba.
Halley regreso a Venus al cabo de 2000 años y con mucha paciencia y cuidados recogió la chispita y la envió de nuevo al origen, hasta entonces el universo estaba triste.
Cuando regreso la chispa al uno y la divinidad recuperó su mitad, todas las estrellas volvieron a brillar con gran esplendor y el cauce del río de la vida, la Vía Láctea prosiguió su camino, esta vez, más marcada, la estela blanca guiaba a los peregrinos hacia un nuevo despertar, el universo volvía a ser uno en si mismo.
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